Géneros híbridos en tiempos anfibios

Ana Laura López (*)

I. Texto que escribí para un proceso de trabajo del que aprendí mucho

Los anfibios guardan la historia de la evolución en sus cuerpos.

Fueron los primeros en salir del agua, para poblar la tierra. Su vida es una síntesis, el testimonio de cómo sucedió todo.

De huevos minúsculos a larvas: su metamorfosis apenas comienza.

Pronto, sus apéndices nadadores se irán achicando hasta desaparecer; o convirtiéndose en colas. Sus branquias se cerrarán y se desarrollarán los pulmones. Y del agua, brotarán ranas, sapos, escuerzos, salamandras.

Subirán a los árboles y plantas, treparán por rocas, saltarán de un extremo a otro. Saldrán en cacería nocturna y se aparearán. Soportarán condiciones de vida extremas y a todas sabrán adaptarse. Recorrerán cada punto del planeta, adoptando las formas más diversas.

Pero siempre volverán en busca del agua.

Los anfibios no olvidan.

Y regresan, una y otra vez.

II. TEATRO vs. teatros

La cuarentena actualizó la necesidad recurrente de definir EL TEATRO. Así, todo en mayúsculas, porque parece que andamos en busca de una esencia que nos dé la pista de por dónde seguir en medio del desconcierto. Pero ese supuesto “teatro” unívoco no existe y cualquier pretensión de asirlo hasta su última coma no es más que la evidencia de una disputa de poder. Quien logre un mayor rebote de sus definiciones y recetas, en virtud de sus contactos (escénicos y mediáticos), alianzas y defensas corporativas tendrá el potencial de marcar la cancha dentro de nuestro sector.

No existe EL TEATRO, como tampoco existe EL FEMINISMO: hay tantos teatros como teatristas y tantos feminismos como feministas. Ni yo ni nadie tiene la autoridad moral para decir qué es o no teatro, qué es o no feminismo; incluso cuando existan formas de lo escénico y del feminismo que nos resulten absolutamente contradictorias, chocantes e, incluso, peligrosas. Es aquí, en tal caso, donde la brújula ética se revela imprescindible para marcarnos el paso en nuestras búsquedas y abrazos.

La comparación entre feminismo y teatro no es en vano: el cuerpo aparecen como concepto-acuerdo central en ambos; y porque buena parte de las reflexiones sobre el cuerpo en lo escénico, en los tiempos previos a la pandemia, venían de la mano de los feminismos y no sólo por motivos ligados a búsquedas artísticas o metodológicas, sino también por la necesidad de visibilizar y desnaturalizar múltiples inequidades y violencias ejercidas por instituciones, docentxs y directorxs. Por una cuestión de foco y extensión, no me voy a meter en esos debates ahora, pero sí me interesa pensar de qué cuerpo hablamos cuando, desde las múltiples teatralidades y disciplinas escénicas, decimos que no podemos renunciar a él.

III. Los cuerpos de la escena independiente pre COVID-19

Cuerpos explotados y autoexplotados; cuerpos ausentes, con faltas recurrentes a ensayos o con pocos restos de energía y atención (la convivencia en un mismo espacio no siempre puede traducirse como “presencia”); cuerpos desesperados por participar en proyectos múltiples, incapaces de decir que no o de ser más selectivxs, atacados por un entusiasmo insostenible o temerosos de exclusiones y represalias del sistema y deflaciones en sus CVs; cuerpos precarizados, atomizados y disgregados; cuerpos impacientes y moldeados por la lógica productiva del capital, renuentes a resistir procesos de investigación de más de un año, sin vivirlos como pérdida de tiempo; cuerpos intolerantes con las mesetas creativas, las dudas, el desconcierto; cuerpos exitistas, críticos con los medios hegemónicos pero orgullosos de salir en ellos; cuerpos críticos con los circuitos y roscas oficiales y comerciales, pero prestos a ingresar en sus engranajes, por necesidad y prestigio; cuerpos violentados por cuestiones de género y de poder; cuerpos violentos naturalizados y justificados.

Pero también, los cuerpos de la celebración; de lo dionisiaco; del encuentro colectivo; del trabajo; de la investigación; de las rondas de mate y de las grandes comilonas; de la duda, las mesetas y las angustias contenidas y acompañadas colectivamente; de la belleza, la emoción y los descubrimientos; de la piel y la mirada. Los cuerpos que tensan las cuerdas de la acción; que dan lugar a los silencios y a las palabras justas, a la carcajada, a la timidez, al bloqueo, al volver a empezar. Cuerpos próximos, vibrantes, sentidos.

Hay más. Cuerpos hegemónicos (blancos, cis, delgados, jóvenes, con recursos para su formación y carrera); y corporalizades no hegemónicas (racializadas, trans, gordas, viejas, discas y con perspectiva de clase), dando disputas y construyendo lugares y alternativas.

Y, ¿el público? ¿Cómo es el cuerpo de nuestro público? (1)

Las definiciones absolutas pierden de vista las contradicciones; borran los problemas que arrastrábamos; universalizan lo imposible de estandarizar (¿qué tiene que ver la escena de Calle Corrientes, Microteatro y muchos otras propuestas comerciales; con la escena independiente del under del under; con las experiencias de teatro y danza comunitarios y barriales?); deshistorizan (¿podemos hablar de un TEATRO a lo largo de la historia?); desterritorializan y reproducen lógicas coloniales (al margen de las particularidades que asuma la teatralidad y la danza en cada territorio, con sus multiplicidades culturales y socio históricas, ¿algún día nos haremos cargo del eurocentrismo e imperialismo que porta el imaginario de nuestra escena? Y no sólo el imaginario, sino también los métodos y la mirada de jurados y curadorxs, con su consecuente impacto en la asignación de espacios y recursos materiales); y también, desde luego, uniformizan la idea de cuerpo.

La imposición de una definición de TEATRO, decía más arriba, no es inocente, sino que implica una disputa de poder. Y subrayo esto, no como mero dilema intelectual, sino como urgencia política: en estos tiempos de emergencia sanitaria y de incertidumbre escénica, la palabra “protocolo” comienza a correr entre nosotrxs, lxs trabajadorxs escénicxs, como reguero de pólvora a punto de explotar.

Proceso de investigación de Obstinadx Colectivx. Imagen: Renzo Rodríguez

IV. ¿Cómo tiene tanto poder el poder si no lo toma de nosotrxs?

Estamos enojados sin saber contra qué ni qué forma darle a ese enojo. Nuestros cuerpos guardan la memoria de las luchas y, posiblemente por ello, reaccionamos frente al virus y las políticas implementadas a partir de las recomendaciones de la OMS, como lo haríamos frente a la censura.

Yo misma fantaseo a veces con la posibilidad de pasar a una suerte de clandestinidad, pero inmediatamente me doy cuenta de una diferencia fundamental: si en tiempos de terrorismo de estado el peligro de muerte proviene de un grupo de personas dotadas de un poder excepcional y encolumnadas detrás de un plan sistemático de exterminio; en este caso, el fenómeno natural de contagio nos convierte en propagadores del peligro y, con ello, en potenciales asesinos (“El poder de matar ha sido completamente democratizado. El aislamiento es precisamente una forma de regular ese poder”, afirma el filósofo camerunés Achille Mbembe (2)). No hay sótano ni rincón oscuro que nos ponga a salvo de eso.

El enojo no es enojo, sino impotencia. Lo escénico ha desaparecido de nuestro horizonte inmediato de posibilidad, por un tiempo indeterminado y a partir de una serie de políticas de estado. Es cierto que esas medidas son hijas de un imaginario político que tiene su matriz en la separación, ordenamiento y disciplina de los cuerpos, ya descrito por Foucault en su definición de biopolítica. Pero hay un virus y rebelarnos no es tan simple como hacer lo contrario de lo que se nos ordena. Por eso, alimentar la perspectiva crítica es vital en este contexto: no debemos perdernos ni sobreadaptarnos en este nuevo territorio.

En una de las últimas obras que escribí y dirigí, “Indócil”, tomábamos fragmentos de El discurso de la servidumbre voluntaria o el contra uno (de 1576), de Étienne de La Boétie. Cito un fragmento tomado de una de las tantas versiones que pueden encontrarse en internet:

“Y, sin embargo, ese amo sólo tiene dos ojos, dos manos, un cuerpo, nada que no tenga el último de los habitantes de nuestras ciudades. Él sólo tiene de más aquello que vosotros le dais para que os destruya. ¿De dónde saca todos esos ojos que os espían, sino de vosotros mismos? ¿Cómo tendría todas esas manos que os golpean, sino os las tomase en préstamo? Los pies con que pisotea vuestras ciudades, ¿no son vuestros? ¿Qué poder tiene sobre vosotros, salvo a vosotros mismos? ¿Cómo se atrevería a agrediros si no fuese porque lo hace de acuerdo con vosotros?”. (3)

En la obra, decidimos trasladar algunas de esas preguntas al público: intentar responderlas de manera unilateral hubiera sido un ejercicio bastante estéril y pedante, por lo que apostamos a la resonancia colectiva.

Hoy, vuelven a mí a la luz del pedido de protocolos sanitarios para teatro. Estamos ante la génesis de cada una de ellas. El deseo y la necesidad, muchas veces, operan como senderos por los cuales habilitamos el avance del poder.

Se presenta la protocolización como condición indiscutible para el retorno del sector, en oposición binaria a lo digital y en alianza con las políticas de estado implementadas contra el virus.

La necesidad y el deseo no son discutibles, como no es discutible el dolor. Pero este binomio está siendo usado de manera poco reflexiva y, a mi gusto, peligrosamente ingenua.

Surgen varios problemas:

  • La estandarización: el establecimiento de normas iguala las condiciones de juego; obtura las posibilidades de experimentación de otras salidas; y anula el trazado de distintas estrategias.
  • El hipercontrol: si se le pide al estado que nos mire, el estado mirará y controlará. Y, con ello, clausurará, multará y sancionará. Y no necesitará de inspectores omnipresentes: el autocotrol llegará primero, de la mano del temor a las delaciones internas y cercanas; las mismas que se vienen dando desde el inicio de la cuarentena.
  • La exclusión: la redacción de protocolos a partir de privilegios que no se reconocen como tales, genera exclusiones intolerables. La primera, que supone la conformación de una suerte de teatro eugenésico, porque, ¿qué va a ser de todxs lxs alumnxs, docentxs, intérpretes y demás trabajadorxs de la cultura que integran los grupos de riesgo? ¿Por qué el derecho individual a trabajar o el deseo individual a retornar a las actividades escénicas de unxs vale más que las de otrxs, que no integran el selecto grupo de los “cuerpos más aptos”? Pero también, la negación de algunos lenguajes y prácticas escénicas, como las distintas manifestaciones de la danza y el contact, impensables sin contacto físico.

Y dicho esto, casi puedo oír la objeción: “bueno, ¿qué querés? Peor, es el teatro online. El teatro es en presencia: asegurémosla como se pueda”. Pero tal oposición binaria no es más que un chantaje invisibilizado. Tanto el teatro online, como el teatro en tiempos de pandemia (como ya se lo llama en algunos círculos) son alternativas que comparten las mismas matrices: distanciamiento, profilaxis, vaciamiento simbólico. No son opuestos, sino complementarios; son estrategias probables (tristes y peligrosas, a mi entender, pero probables), y de ninguna manera pueden ser las únicas.

Vivimos tiempos excepcionales y merecemos darnos respuestas excepcionales, amorosas, colectivas. Sino, estaremos reproduciendo y fortaleciendo todo aquello que decimos combatir desde nuestras trincheras artísticas y habremos desperdiciado una oportunidad histórica de cambiarlo todo.

V. Y entonces, ¿qué?

Creo firmemente en la imposibilidad de traducción de nuestras disciplinas a lo digital, pero también, en su adaptación a lo profiláctico. Estamos frente a una paradoja y eso requiere complejizar.

En su texto “La balsa”, la filósofa española Marina Garcés nos recuerda una imagen con la que el pedagogo francés Fernand Deligny explicaba sus prácticas educativas, tendientes a desarmar las dicotomías y hacer de la vida algo digno de ser vivido. Cita Garcés:

“Una balsa ya sabéis cómo está hecha: hay unos troncos de madera atados entre ellos de tal manera que quedan bastante holgados; así, cuando les caen encima montañas de agua, el agua pasa a través de los troncos separados. Por eso una balsa no es un barco. Dicho de otra manera: nosotros no retenemos las preguntas. Nuestra libertad relativa proviene de esta estructura rudimentaria y yo creo que quienes la concibieron -me refiero a la balsa- lo hicieron tan bien como pudieron, cuando de hecho no estaban en condiciones de construir una embarcación. Cuando llueven los interrogantes, nosotros no cerramos filas -no juntamos los troncos- para construir una plataforma bien concertada. Todo lo contrario. Del proyecto sólo retenemos lo que nos vincula a él. Podéis ver aquí la importancia primordial de los vínculos y la atadura, así como de la distancia que los troncos pueden tener entre sí. El vínculo debe ser lo suficientemente holgado pero que no se suelte”. (4)

Y, a continuación, ella agrega “nuestro naufragio no apunta, quizás, a la supervivencia de cada uno de nosotros, pero sí a la dignidad de nuestra vida colectiva”(5).

Estoy en la misma balsa que todxs lxs trabajadorxs de la cultura. Difícilmente pueda dar una respuesta, pero intentaré arriesgar algunas puntas.

“En lo que respecta a la problemática económica y a la necesidad de volver a trabajar, pienso en una noticia que leí recientemente: en Alemania se ha decidido, como política de estado, incluir a la cultura entre los bienes de primera necesidad. La ministra Monika Grütters ha dicho que «en esta situación también reconocemos que la cultura no es un lujo y ahora estamos comprobando cuánto nos hace falta si tenemos que prescindir de ella por un tiempo determinado […] No sólo debe valernos la economía, sino también nuestro paisaje cultural, que ha sido muy afectado por las cancelaciones»”. (6)

La diferencia entre Alemania y Argentina no es económica, es conceptual. Implica reconocer que la cultura y el arte están precarizados, que no representan una competencia para los presupuestos de otras áreas ni son actividades prescindibles, sino derechos básicos (y más, en este contexto): derecho a lo bello; a lo “inútil” (a las actividades no destinadas a la productividad en términos de mercado); al esparcimiento; a la investigación; a la exploración de lo sensible, de la potencia del cuerpo, de los imaginarios. Y que por todo ello, el sector debe ser protegido, explicitando algo que aquí nadie parece animarse a decir por no pagar el costo político de la ausencia de respuestas: no vamos a volver a trabajar y a producir en lo inmediato. En cambio, se nos traslada la responsabilidad de crear las soluciones para nuestra subsistencia: se nos pide que nos aggiornemos al mercado de lo digital o que elaboremos protocolos higiénicos, que no sólo atentan contra nuestras prácticas, sino que no garantizan en absoluto un retorno viable (pienso en la promesa de reapertura de espacios a cambio de la presentación de protocolos y se me aparece la figura de la zanahoria delante del burro. Y ya sabemos que el burrito sencillo va solito al corral). Y de lo que se trata aquí es de discutir nuestra eterna precarización, no de profundizarla.

Pero más allá de la respuesta estatal, creo que en este momento son vitales las alianzas con diversos sectores de la economía, la producción y el saber popular y de lucha: lxs trabajadorxs de la tierra, las cooperativas, las fábricas recuperadas, entre otrxs. No sería la primera vez y tenemos mucho para aprender de sus estrategias (y, en lo personal, me entusiasma más averiguar qué propuestas escénicas nacerán de estas articulaciones, que las que surgirán de la distancia de los cuerpos, los barbijos y el alcohol en gel untándose en nuestra piel a cada momento).

Y en lo que hace al deseo incontenible de retornar a nuestras prácticas, esas por las cuales nos levantamos todos los días, tal vez debemos aguzar la vista y la sensibilidad, para detectar  en qué resquicios se cuela la teatralidad, sin pretender hacer traducciones burdas y profilácticas a modos de reproducción asépticos y digitales.

Creo que lo que se pone en juego detrás del teatro filmado, del teatro online y de los protocolos es la lógica extractivista que nos chupa la potencia. Y creo también que este tiempo pasará, y pasará lo mejor posible si no claudicamos a esa esterilización; si le damos paso a la angustia para dejar que aparezca algo nuevo. Muy probablemente no lo llamaremos “teatro”, pero será fruto de nuestra capacidad creadora, que es inagotable.

No sabemos nada de pandemias y todos nuestros dogmas y definiciones han quedado desactivados. Tal vez sea hora de animarnos a la navegación por nuevos géneros; géneros inexistentes aún, pero que podrán surgir de la hibridación de aspectos de la teatralidad con otras influencias y materialidades.

Cuando empecé a estudiar teatro, aprendí un principio básico: no negar la propuesta de juego y tomarla para transformarla. En nuestras profesiones somos un poco anfibios: podemos adoptar las formas más diversas, pero siempre vamos a volver en busca del agua. Los anfibios no olvidan y regresan, una y otra vez.

PD:

Veo un video en Instagram.

Un tipo está parado en lo que parece ser la vereda de un parque. Deja una especie de taco de madera en el piso y se aparta unos pasos. Tiene otro objeto en la mano: un autito de juguete. El tipo se agacha y lo impulsa. Su objetivo parece ser lograr que el auto choque contra el taco. Repite la operación varias veces, mientras es observado y filmado desde una ventana por la autora del video. ¿Sabe que lo miran? Seguramente. Por lo menos, es algo que está dentro de lo posible, al realizar esa acción en un espacio público.

Recuerdo una cita de Alberto Ure, en Sacate la careta:

“La actuación se dispersa en la memoria del cuerpo social, se filtra en las napas más profundas, y una vez que se produce sigue existiendo mucho más allá de su manifestación evidente. El sacrificio de la carne la hace existir y la coloca en los archivos humanos, en reserva. Yo me puedo imaginar a actores que nunca vi, porque me acuerdo o me imagino que me acuerdo de mi padre y de sus gestos, y en sus tonos, que siguen hablando dentro de mí, se refractan las actuaciones que lo conmovieron”. (7)

Y lo que veo en ese cuerpo que juega seriamente, tal como lo hacen los niñxs, y performa en el espacio público, es a un actor. O a un hombre que no sabe que lo es, pero que lleva en sí parte del acervo de la historia de la actuación. Lo que veo en ese cuerpo y en su juego público es una hendija de teatralidad abriéndose paso.

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(1)  Para profundizar en la reflexión sobre el público de teatro independiente, recomiendo el trabajo de Sabrina Cassini: Públicos y comunidades en el circuito de los espacios escénicos autónomos. El caso FESTIVAL ESCENA CABA 2015 – 2016. Buenos Aires, 2019.
(2) “La pandemia democratiza el poder de matar”: entrevista a Achille Mbembe en http://lobosuelto.com/la-pandemia-democratiza-el-poder-de-matar-entrevista-a-achilles-mbembe/
(3) https://www.mises.org.es/wp-content/uploads/2015/07/discurso-de-la-servidumbre-voluntaria-etienne-de-la-boetie.pdf
(4)  En COMÚN (SIN ISMO), Marina Garcés, Ed. Pensaré Cartoneras.
(5)  Ibíd.
(6) “Alemania incluye a la cultura entre los «bienes de primera necesidad»”: https://www.abc.es/cultura/abci-alemania-incluye-cultura-entre-bienes-primera-necesidad-202003180142_noticia.html#vca=rrss-inducido&vmc=abc-es&vso=fb&vli=noticia-foto&ref=http://m.facebook.com/
(7) Alberto Ure: Sacate la careta. Ensayos sobre teatro, política y cultura. Buenos Aires; Biblioteca Nacional; 2012. Pág. 81.

(*) Ana Laura López es Licenciada en Ciencias de la Comunicación (UBA), actriz, directora teatral y escritora. Integra ESCENA (Espacios Escénicos Autónomos) y colabora con la comunicación y proyectos culturales de la organización y de las diversas salas que la conforman.

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